Tuesday, May 23, 2006

Traficantes de realidad

Como de costumbre, en el principio fue el verbo. Un breve comunicado de prensa mecanografiado sobre la hoja membretada de un desconocido instituto científico fue la primera señal sobre el escritorio del periodista. Pero él no le dio mucha importancia. Era un día feo o hermoso, estaba enamorado o deprimido, había mucho trabajo o bien poco y las horas se sucedían unas iguales a otras. No importa ahora por qué, ese sobre fue a parar al cajón junto a otros papeles que suponía tan irrelevantes como ése.

Con las semanas, las gacetillas, fotografías, currículums y recortes de diario con el mismo membrete se fueron acumulando peligrosamente. El periodista tuvo que pedir un sobre de los grandes a la secretaria del director para guardar todo ese papelerío, pero al tiempo ya necesitaba una carpeta. La cosa impresionaba. A pesar de que no tenía mucho tiempo para averiguar de qué se trataba todo eso, llamó dos veces al teléfono que aparecía en los comunicados. Los murmullos sordos de un fax lo detuvieron. Creyó que en ese momento no valía la pena dejar el mensaje.

El doctor Gregor, el protagonista de esa avalancha informativa, era en la foto un señor canoso, bigotudo, de guardapolvos blanco y moñita a dos colores. Según los comunicados, había creado mediante manipulación genética una nueva especie de cucaracha que alcanzaba cuarenta centímetros de longitud, más o menos. Con las secreciones glandulares de esos insectos desarrolló una vacuna contra los efectos nocivos de las radiaciones atómicas. El trabajo de Gregor merecía elogios en el mundillo académico, de acuerdo con las fotocopias de las cartas enviadas por sus colegas. Pero lo que más impresionó al secretario de redacción fue la foto de la cucaracha. "Qué asco", murmuró. "Imagináte un bicho de éstos en tu bidé."

Esa tarde había una interpelación, un incendio, una renuncia en el gabinete, una final de campeonato. Ya nadie se acuerda qué, pero tampoco entonces llamaron al instituto.

El periodista se encontró una madrugada después del cierre de edición con un amigo de la adolescencia que se dedicaba a la venta de artículos para médicos. Por el cuarto whisky, recordó el caso de Gregor y preguntó a su amigo si lo conocía. La respuesta fue que no. Sin embargo, la historia le pareció verosímil. La industria del medicamento avanza a velocidad de vahído y no dejará de hacerlo hasta lograr la inmortalidad o el suicidio perfecto. Entre el quinto y el octavo whisky, el tema de conversación fue el interferón, un remedio para el cáncer elaborado con prepucios humanos.

El día siguiente, era obvio, vino de resaca.

El periodista recibió la primera llamada de uno de los asistentes del doctor Gregor a las tres de la tarde, mientras intentaba deglutir tembloroso un sandwich de longaniza con un café doble y aspirinas. El científico había llegado a la ciudad pocos minutos antes y convocó una conferencia de prensa para las cinco.

"Sea puntual, por favor. El doctor tiene mucho trabajo", dijo el empleado. Justo entonces, cuando había que cerrar dos páginas de apuro. ¿No se podía arreglar una entrevista en el laboratorio, con fotógrafo y todo? "El doctor no concede entrevistas. No se lo tome como algo personal, pero ya ha tenido algunos problemas con algunos colegas suyos. Se sentirá más tranquilo si van todos los periodistas juntos. Los demás ya están avisados." Gracias.

"¿Gregor? ¿El de la cucaracha?", preguntó el secretario de redacción. "Llevá fotógrafo. ¿Gregor cuánto es? Ah, es el apellido. Sí, debe ser checo o eslovaco o de quién sabe dónde; ahora nunca se puede saber si un país existe o no. Apuráte que no llegás. Tomáte un taxi que te lo pago cuando pueda."

La conferencia de prensa estaba servida. Era en un salón de fiestas alquilado. Una larga mesa, varias hileras de sillas plegables, una secretaria que recibía a los periodistas. Lo único que faltaba era el plato principal, el propio doctor Gregor. Eran las cinco y cuarto y el tipo no aparecía. Las radios, los canales, los diarios, hasta los semanarios y las agencias, todos los medios estaban presentes.

Sólo quedaba tomar café y hablar de cualquier cosa. Nadie sabía siquiera el nombre de pila del científico, ni su nacionalidad; algunos se habían preocupado de leer los comunicados.

Gregor llegó con la tardanza habitual en estos casos, pero uno de los camarógrafos todavía no había encontrado enchufe para su lámpara. Sí, ese tipo que entraba al salón y se sentaba detrás de la mesa era el de la foto, aunque en vez de guardapolvos vestía un saco de tweed. Así que éste era el científico loco, el doctor de cucarachas... Antes de pronunciar palabra, sacó dos píldoras de un frasquito, se las metió en la boca y las arrastró con un buche de agua. Todos pensaron que el hombre estaba enfermo cuando la misma secretaria que llevaba las bandejas de café comenzó a pasar entre los asientos repartiendo píldoras. Dos para cada uno.

"Este medicamento no tiene efectos secundarios y, administrado de forma periódica, produce inmunidad a las radiaciones nocivas", sentenció Gregor, con un intransferible acento eslavo. "Tómenlas sin miedo. Ya las están distribuyendo por los alrededores de Chernobyl. La Food and Drugs Administration las está por autorizar para tomar baños de sol sin bronceador."

El doctor Gregor se levantó de su silla y esperó que cesara el murmullo. Entonces, hizo un ademán que dio confianza a los cronistas; uno a uno, fueron tragando las píldoras. La mayoría puso cara de asco y alguno hasta fingió un estornudo para meterlas con disimulo en el bolsillo. El científico moduló una sonrisa bondadosa y describió a pasos lentos un par de círculos delante de la mesa. Luego, emprendió una larga explicación de sus experimentos. Se notaba su esfuerzo por hacerse entender en un idioma que no era el suyo. Nadie, excepto Gregor y sus asistentes, parecía saber mucho de biología ni de ciencia alguna. De cualquier manera, el asunto sonaba razonable: un corte en el cromosoma 23 de la cucaracha doméstica, a la altura del gen VI-133, el transplante de una partícula de estroncio en el intersticio, el procesamiento de la linfa del espécimen resultante.

Pocas dudas quedaban cuando concluyó la conferencia. Apenas un par de preguntas, que merecieron extensas respuestas con la ayuda de un pizarrón y un asistente que traducía los pasajes más complicados del alemán o algo así. Luego, los murmullos se dirigieron a hacia uno de los ayudantes de Gregor que entraba a la sala cargando una cucaracha disecada de casi medio metro sobre un soporte de madera. El doctor se alejó de la mesa y se despidió de los periodistas para desaparecer por la puerta del costado. Los de la televisión y la radio, que siempre andan pidiendo un-resumen-de-treinta-segundos-por-favor, estaban desolados. El secretario del científico les explicó que había mucho trabajo atrasado en el laboratorio.

A bordo del taxi de vuelta, el periodista tomó su grabador, su libreta de notas y los auriculares. Desafió los baches y comenzó a desgrabar a mano, como para llegar a la redacción con el título pensado. Seguía sin saber el nombre de pila ni la nacionalidad del médico, pero ya no sufría la resaca. "Las píldoras", pensó.

La jornada había valido la pena. Cucarachas gigantes ponen coto a la amenaza de una hecatombe nuclear. El doctor Gregor es tuyo ahora, querido público.

***

Hace más de un cuarto de siglo que Joey Scaggs, un artista plástico neoyorquino, viene fabricando noticias. Encarnó al doctor Gregor frente a los grabadores y las cámaras con un guardapolvos, una moñita y un poco de tintura para el pelo. Era su cara la que se asomó a las pantallas de televisión minutos después. Las palabras que pronunció aparecieron en negro sobre blanco en miles y miles de diarios a la mañana siguiente. Los periodistas habían caído en la trampa.

No fue la primera vez, ni tampoco la última. Scaggs prestó su cuerpo a Giuseppe Scaggioli, el banquero que depositaba en sus cofres semen de estrellas de rocanrol y lo ofrecía en tubitos a las fanáticas, que bloquearon los teléfonos de los diarios para ofrecer sus úteros a la ciencia. Fue también el dueño de Hair Today, una empresa que compraba por adelantado el cabello a los futuros cadáveres, y de Comacoon, un sanatorio antiestrés que incluía alucinógenos en su vademécum.

Las noticias de Scaggs sortean con frecuencia los controles de las agencias internacionales y terminan en los informativos y en los diarios de todo el mundo, a pesar de que están llenas de luces amarillas: el nombre del doctor Gregor, por ejemplo, fue elegido en homenaje a Gregor Samsa, el personaje de Franz Kafka que se convierte en cucaracha a lo largo de la novela "La metamorfosis".

Todo esto hace pensar que no es necesario ser inteligente para trabajar de periodista. Es posible aun siendo un perfecto imbécil.

¿Por qué los periodistas se creen las puestas en escena de Scaggs? Porque el grueso del trabajo periodístico se parece más a la burocracia de las oficinas públicas o a la rutina de las fábricas de tornillos que a las aventuras que narran las películas sobre periodistas. Buena parte de la información que llega al público trasciende por mecanismos similares a los empleados por Scaggs para mostrar una cucaracha gigante moldeada en papel crepé.

El dirigente político que impulse una reforma constitucional o el presidente del club de fútbol que desee comprar un mediocampista mozambiqueño ordenarán a sus secretarios que envíen cientos de comunicados, gacetillas y fotos y que convoquen a conferencias de prensa, si es posible, con whisky & saladitos. Y tal vez lo que tengan que exponer al público no sea tan interesante como la vida y los milagros del doctor Gregor.

"Quiero demostrar lo fácil que puede ser manipular las noticias", dice Scaggs. Es que la difusión de un hecho implica, necesariamente, manipulaciones que lo convierten en noticia. Las fuentes manipulan, los periodistas manipulan, las empresas periodísticas manipulan. Así surge la duda: ¿aquello que los medios transmiten es o no más "real" o "verdadero" que la escultura de una cucaracha de un metro?

Amable público: la realidad es casi tan inasible como la ficción. Nadie puede pretender atraparla tal cual es. La realidad conocible —constituida apenas por una fracción de lo que se denomina "realidad"— es un producto, una convención generada por un número abrumador pero finito de intercambios de información. El periodista sólo puede trazar una de sus tantas versiones posibles: una versión periodística. Los periodistas no pueden pretender que beben la realidad entera de una cucharada, aunque muchos crean hacerlo. Como todo el mundo, sólo pueden hacer el intento de clavar el escarbadientes en una miga.

La ciencia ha perdido toda esperanza de condensar el universo en un tubo de ensayo o sintetizarlo en una fórmula matemática. Los astrónomos, por ejemplo, ya saben que los cuerpos celestes que postulan quizá ya no existan y que sus posiciones en el cielo están modificadas por el efecto de la gravedad sobre la luz. Pueden extender sus miradas algunos cientos de miles de quilómetros con muletas satelitales, pero todo lo demás es teoría. Fausto ha renunciado al microcosmos.

Según la física moderna —que ya tiene unas cuantas décadas—, es imposible determinar todos los parámetros del fenómeno que se estudia. Werner Heisenberg, fundador de la mecánica cuántica, llegó a formular, incluso, el "principio de indeterminación", dada la imposibilidad de describir con exactitud la ubicación y la velocidad de los cuerpos de un sistema atómico. Sólo se pueden determinar las posibilidades de que estén o no en algunos lugares alrededor del núcleo.

Mientras Heisenberg se ganaba un premio Nobel por admitir que el conocimiento de la física apenas era posible como aproximación, los periodistas —más cerca del arte que de la ciencia— han hecho un oficio de traficar con la realidad.

El truco es tan bueno que la mayoría de los clientes de los medios periodísticos suponen que lo que éstos difunden es "la realidad". Hasta los periodistas y sus patrones se lo creen, aunque sólo estén mostrando un grano de polvo posado sobre un jirón de una costura de esa pelota de fútbol imposible de patear que es el universo. Es una "realidad" desvariada, una alucinación: la noticia se instala en las mentes como si fuera un hecho.

***

Carl Bernstein, uno de los cronistas del célebre caso Watergate, definió el verbo "informar" como "dar la mejor versión obtenible de la realidad". Y nadie puede asegurar —ni el propio Bernstein lo pretende— que sólo un periodista puede obtener esa mejor versión. ¿Por qué no, por ejemplo, un adiestrador de caniches?

¿La mejor versión obtenible de la realidad es periodística? Eso, igual que la existencia de los dioses, es una cuestión de fe. Muchos periodistas creen que sí, a pesar de las cucarachas que se cuelan entre sus materiales de trabajo. Con ellos, el periodismo —igual que la religión, igual que la ideología— ha adoptado un discurso totalizador y totalizante que, a la larga, corre el riesgo de volverse totalitario. El periodismo es, apenas —y nada menos que—, periodismo. Ningún periodista puede contar-las-cosas-tal-como-pasan. Eso es imposible. A lo sumo, puede contarlas tal como se ve que pasan. Se aproxima, pero siempre quedará lejos.

El problema de la "verdad" quitó el sueño a decenas de filósofos y científicos célebres por milenios, antes aun de que existieran los medios modernos. Pero todas esas teorías no preocupan mucho a los periodistas que no hayan sido acusados en los tribunales de difamación o algo por el estilo. ¿Para qué, si tanta inteligencia nunca logró ponerse de acuerdo?

El filósofo francés Michel Foucault dijo que "cada sociedad tiene su régimen de verdad, su 'política general' de la verdad: es decir, los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos; las técnicas y los procedimientos que están valorados para la obtención de la verdad; el estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero".

Los periodistas postularon durante décadas la "objetividad" como criterio determinante de la calidad de sus trabajos y hasta de la veracidad de la información que ofrecían. Resultó imposible. Las rocas y los termómetros pueden ser "objetivos", pero los periodistas sólo pueden ser subjetivos, en tanto no son objetos sino sujetos que por lo general informan sobre otros sujetos. La objetividad, más que una pretensión ética, resultó una escuela estética que reclamaba cierto despojamiento, medido de acuerdo con la subjetividad de los periodistas y empresarios periodísticos que se creían objetivos y el reflejo empañado de la infinidad de subjetividades que intervenían en el proceso. Eso sirvió, en su momento, como cohartada para los medios aburridos y escudo para los periodistas temerosos.

"En el conocimiento hay un cuerpo de verdad exacta muy pequeño cuyo manejo no requiere mayor habilidad o entrenamiento. El resto que da a discreción del propio profesional", decía Walter Lippman, un presigioso periodista estadounidense para quien todo "se puede decir en cientos de formas diferentes". O sea que todo depende del oculista que recete los cristales. Como decía el músico californiano Frank Zappa, "existen tantas formas diferentes de expresar algo que es muy posible que el otro nunca sepa qué quisiste decir".

En su traducción periodística, el calificativo de "verdadero" recae sobre la información comprobable (porque soportará más o menos indemne que alguien quiera tildarla de mentira) planteada de modo verosímil (porque parece "de verdad"). La ausencia de comprobabilidad debería alcanzar para desecharla.

En algunos casos, verosimilitud y comprobabilidad parten de una base material, como la existencia de un documento o registro grabado. En otros, descansa sobre la presencia del periodista en el lugar donde sucedió el hecho que se pretende convertir en noticia o en la existencia de un informante que se identifica con nombre y apellido. Si la información carece de uno de esos soportes, un periodista responsable y con tiempo suficiente aplicará procedimientos de "chequeo" —la consulta a más fuentes— para ajustarla al criterio de comprobabilidad.

Los dichos y hechos recabados que pasen por los coladores de esta particular visión de la "realidad" y de la "verdad" serán luego sometidos por el periodista a una delicada selección. Será más fácil transformarlos en noticia cuanto más prominentes o poderosos sean sus protagonistas, cuanto más recientemente se hayan producido, cuanto más ocultos se hayan encontrado, cuanto mayor conflictividad revelen, cuanto mayor sea la porción de público sobre la que influyen, cuanto más muertos o heridos involucren, cuanto más absurdos suenen, cuanto más morbo desaten. El periodista coteja esos elementos, los combina, resalta algunos y resta importancia a otros. Al mismo tiempo, desecha aquellos que, según él, no valen la pena por el momento. Se trata de aplicar las pinzas y bisturíes del lenguaje, que tanto sirven para moldear una noticia como para inventarla.

***

La función del periodista quizá sea narrar cosas aproximadamente "reales" y aproximadamente "verdaderas" de las que aquellos que no son periodistas no se enterarían de otro modo que a través de un medio periodístico. A su vez, el oficio del periodista consistiría en obtener esa información y procesarla (o sea, manipularla) para que el cliente de la empresa periodística la consuma. Este procesamiento —la "edición"— es lo que convierte la información pura, químicamente dura, en noticia. Por lo tanto, la noticia es información tamizada, con colorantes y conservadores artificiales, adulterada: es información crocante, preparada para que el público se entere, así como el pan es harina preparada para que el público la coma.

Es decir que las noticias no son hechos, ni los hechos noticias.

El periodista también inocula en el consumidor de los medios la necesidad de estar informado. Le convence de que aquello sobre lo que le informa puede alterar, de algún modo, el mundo en que vive. Envuelve el producto para venderlo mejor, que es lo que hacen todas las industrias. Allí está la contradicción básica y el pecado original del periodismo.

Los medios periodísticos prometen "agotar" las cuestiones sobre las que informan, llegar a la raíz, rascar hasta la mera médula del hueso e ir más allá. Pero siempre quedan hilos sueltos, cosas que se desconocen, asuntos que el periodista no averiguó o que guarda en un cajón, pues el periodismo ha emulado la habilidad de Scherazada frente al rey por bastante más de mil y una mañanas, tardes y noches. Y también queda por verse el futuro: como en los teleteatros y en las películas de final abierto, como el conejo que persigue una zanahoria que cuelga de un palo ante su hocico, hay que esperar hasta la próxima edición para saber qué va a suceder luego. Y luego. Y luego.

La industria periodística es una subsidiaria de la industria del ocio y el entretenimiento, una variedad del "show business". Sin contar la página de servicios, los avisos fúnebres, la traducción de los partes meteorológicos, la cartelera de espectáculos y los horarios del paro de transporte, casi nada de lo que transmite un medio depara la satisfacción inmediata de una necesidad básica. Los medios no se comen, no se beben, no lavan. No ponen la torre Eiffel delante de la nariz del consumidor de noticias para que él la toque; a lo sumo, pueden mostrarle una fotografía que, bajo la lupa, es un montón de puntos.

Apenas una porción muy pequeña de la clientela de los medios necesita saber con cierta frecuencia y dentro de las 24 horas posteriores al hecho qué pasó entre el presidente y el líder opositor o entre el actor que ganó el Oscar y su amante. Son poco más que quienes toman decisiones que podrían afectar al resto de la sociedad, los apostadores compulsivos y los propios periodistas.

Por cierto, la gente toma en cuenta la información que consume para moldear sus opiniones y adoptar algunas esporádicas decisiones de importancia en sus vidas: en qué invertirán su dinero, adónde irán de vacaciones, si instalarán alarmas en sus casas. Los ciudadanos de un país democrático, por ejemplo, necesitan noticias para resolver sus votos, pero eso sucede una vez cada cuatro años, más o menos. No es imprescindible leer un diario, mirar los noticieros de la tele o desayunar con los de la radio durante 1.456 días. "Cada cuatro años se elige un presidente, pero cada día o cada semana se compra un producto de prensa. Para la felicidad de los pueblos, es más fácil cambiar de diario que cambiar de presidente", ironiza el presidente Elio Gaspari, editorialista de "O Estado de Sao Paulo".

Después de cientos de miles de años de caminata de la humanidad sobre la tierra durante los cuales la industria periodística parecía no ser en absoluto necesaria, ¿por qué se afirma ahora que su existencia es un imperativo de las sociedades modernas? "Los medios de comunicación no sólo son un espejo de la realidad que los circunda sino que también operan como motores, voluntarios o no, de esa misma realidad", es la explicación que ensaya Juan Luis Cebrián, fundador de "El País", de Madrid. "La prensa se viene revelando como uno de los pocos sistemas efectivos, por imperfecto que sea, de control de los ciudadanos sobre sus gobiernos. Lejos de configurarse como un 'cuarto' o enésimo poder, la prensa y los 'mass media' parecen definirse mejor como un contrapoder posible a los abusos del poder efectivo."

El ex fiscal argentino Luis Moreno Ocampo entiende que "la información es la herramienta clave para que una sociedad reduzca al mínimo las actividades antisociales". El revolucionario francés Camile Desmoulins alcanzó a decir, antes de que su cabeza cayera aguillotinada, que "el periodista tiene el mismo encargo que el censor romano: defiende al pueblo del senado y de los cónsules".

El mayor dilema para los periodistas, las empresas en las que se desempeñan y sus fuentes ha sido hasta dónde les conviene informar u ocultar. Quizás convendría que se preguntaran a sí mismos por qué ocultan o difunden determinadas informaciones. Las posibles soluciones a esta cuestión se han manifestado, por lo general, en sobreentendidos. Tal vez ayudaría en el proceso que los propios consumidores de noticias especularan, como práctica habitual, qué se oculta y con qué motivos. Que critiquen y pongan en duda la producción periodística.

La irrenunciable aspiración a la información plena no deja de ser una utopía. Por más que los periodistas proclamen lo contrario, el ocultamiento determina su tarea tanto como la difusión. El periodista oculta parar informar mejor, aunque parezca una contradicción. Las fuentes y las empresas periodísticas también practican ocultamientos. Este hecho no es malo ni bueno: simplemente, es. Forma parte de la naturaleza humana, del enfrentamiento de intereses que existe en toda sociedad. Ocurre, aunque en un mínimo, hasta en las parejas más armónicas, esas que se juran decirse todo por doloroso que sea. Y cruzan los dedos.

Pero, como las familias, las sociedades donde predomina la opacidad y no la transparencia están enfermas. El ocultamiento ejercido desde una posición de poder para beneficio de quienes lo detentan es autoritarismo, y se convierte en corrupción si es decidido por los periodistas o los medios. En esos casos, el ocultamiento alcanza rango de mentira.

La razón por la que resulta tan complicado responder cuál es el papel del periodismo en la democracia es que el surgimiento de esta actividad es anterior aun al establecimiento de esta forma de convivencia social. En cierto modo, la prensa fue la contracción uterina que provocó el nacimiento de las democracias y, junto con los medios periodísticos electrónicos, la fortalecen día a día. De hecho, ninguna dictadura ha podido subsistir, a la larga, en convivencia con la libertad de difundir información. El máximo de difusión afianza las democracias. La información es la mejor vacuna contra el prejuicio (porque alimentará ideas fundamentadas), el mejor soporte de las libertades individuales y los derechos humanos (porque amedrentará a quienes pretendan violarlos).

Por el contrario, los controles, amenazas y censuras a la actividad periodística son señales que revelan la existencia de una dictadura, o de su proximidad. El máximo de ocultamiento es un atributo de los autoritarismos.

La industria periodística establecida con cierta independencia de los poderes se concibe, entonces, como uno de los medios de que disponen las democracias para mejorarse día a día, para ser cada vez más libertarias, más igualitarias, más fraternales. "El genio de la democracia consiste en que, a través de un proceso de ventilación pública de ideas, opiniones y deberes, se libera la energía y la sabiduría intelectuales de la gente", opina el periodista Bill Kovach, ex editor del diario "The New York Times". "Si no hay una fuente de información creíble, el compromiso social es manejado por el rumor, el miedo y el cinismo. Los cínicos no construyen sociedades libres y abiertas."

"El papel del periodista es más importante que el de los políticos e ideólogos en este tiempo de incertidumbre, porque a ellos corresponde explicar el mundo", dice, por su parte, el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri. Pero los periodistas no "hacen" política como la hacen los políticos profesionales, cuyos actos tienen el objetivo de generar hechos políticos. El objetivo de un periodista, en cambio, es difundir el máximo de información, no las consecuencias que ella acarreará. Si se planteara como finalidad la concreción de un hecho político, deportivo, artístico o policial posterior a la difusión del hecho del que informa, saltaría de la trinchera del periodista para zambullirse en la del político, el deportista, el artista o el policía.

En materia de periodismo "hay que diferenciar entre oposición y crítica", explica el argentino Mariano Grondona. "El opositor se presenta como alternativa. En cambio, el periodista no es alternativa de poder. Nosotros no tenemos poder político: tenemos influencia, que es otra cosa."

El periodismo es un subsistema del sistema social, al igual que lo son la política, la economía, las artes y las letras, los deportes y las farmacias de turno. Todos ellos se cortan de forma horizontal, se retroalimentan, se influyen unos a otros. El objetivo del periodismo no es o no debe ser la influencia sobre los restantes subsistemas: al igual que el sistema nervioso alerta a su pie que pisa un clavo y no una baldosa, ese subsistema social que es el periodismo avisará a los consumidores de noticias que esa farmacia está cerrada y no abierta, que el dólar sube y no baja, que este libro le pareció a alguien aburrido y no entretenido, que allí donde algunos creen ver la redención nacional se asoma la amenaza del genocidio.

Las cosas suceden. Lo único que puede hacer un periodista al respecto no es poco: ejercer ciertas facetas del derecho de la sociedad al libre acceso a la información a partir de la "producción" de parte de "la realidad" que ella consume, esa parte denominada con vaguedad como "lo público". Aunque en un régimen democrático a cabalidad, cualquiera, y no sólo un periodista, podría hacerlo: la ley, al menos en teoría, lo ampara. Según el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948, "todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; ese derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión".

O sea que cualquiera puede llamar al presidente de su país y preguntarle si va a mantener en el gabinete al ministro de Economía. Si paga la entrada, puede vercon sus propios ojos el partido final del campeonato de fútbol sin que se lo obligue a escuchar ni leer los comentarios. Puede averiguar si-se-efectuaron-muchos-disparos-con-arma-de-fuego-de-alto-calibre-con-resultado-fatal-en-el-copamiento-registrado-anoche-en-jurisdicción-de-la-seccional-8va, y arriesgarse a permanecer 48 horas en una celda mientras investigan sus antecedentes.

Pero ese ciudadano —usted mismo— tiene que trabajar, dormir, besar a su pareja, ir al cine, cortar el pasto, hacerse una tortilla y llevar a los nenes al colegio. Por eso, no se moleste: deje que lo hagan los periodistas, que para eso les pagan.

De cualquier manera, el consumidor de noticias haría bien en tener en cuenta la advertencia de David Broder, periodista del diario "The Washington Post": "El periódico que llega a su casa es un recuento parcial, apresurado, incompleto e inevitablemente algo confuso e inexacto de algunas de las cosas que hemos oído que sucedieron en las últimas 24 horas. Hay distorsión, a pesar de nuestra mejor buena voluntad para eliminar las parcialidades más obvias, por el mismo proceso de comprensión que hace posible que uno lo pueda leer en una hora. Pero es lo mejor que hemos podido hacer bajo las circunstancias, y mañana regresaremos con la versión corregida y al día."

Hasta la siguiente edición, las cucarachas continuarán caminando entre las páginas de su diario favorito. Ese papel entintado tendrá, entonces, un mejor destino. Lo fundamental ya habrá quedado dentro suyo.


(Éste es el primer capítulo de Traficantes de realidad, ensayo sobre periodismo publicado en 1997 por Marcelo Jelen en Montevideo. Conseguir un ejemplar es difícil.)